por Rafael Paz Narváez
En El Salvador, la noción
de ciudadanía ha tenido un devenir histórico que se manifiesta en
la cantidad y proporción de personas a quiénes, de manera
paulatina, se atribuyó esa condición y que se apropiaron de la
misma.
El proceso parte en 1526, con el enfrentamiento entre las
primeras identidades étnicas originales contra la identidad de
súbdito de la corona, que era portada por quiénes invadieron como
conquistadores y evangelizadores. Tres siglos después, el proceso de
transición en la cultura política se reedita entre una identidad de
persona vasalla frente a la identidad de ciudadanía.
Las primeras y muy
restringidas atribuciones de la calidad de ciudadano salvadoreño, se
definieron entre 1821 y 1841, de hecho, excluyendo a la mayoría de
la población, que de forma inercial se mantuvo en la condición
precedente de vasallaje.
De 1821 a 2006 han corrido 185 años, transcurso en el
cual, al menos 6 generaciones de personas salvadoreñas han pasado
por un proceso en el que su identidad y su sentido de la convivencia
política se ha transformado desde la condición de vasallaje hacia
una condición de ciudadanía. No es posible dejar de advertir que
los procesos de cambio cultural no suelen transformar los escenarios
históricos y políticos de manera repentina, acelerada y homogénea.
Los sectores que
conformaban la sociedad colonial tardía, en la que apareció la
noción de ciudadanía, incluyeron una población ladina o mestiza,
descendiente de las uniones entre población de origen español e
indígena, que había llegado, para entonces, a ser el estrato más
numeroso (Marroquín, 2000).
De los conquistadores españoles se
derivó la población criolla, que se logró posicionar como el
sector predominante en el escenario local, pero subordinado a las
sucesivas inmigraciones de funcionarios de la corona, responsables de
velar por la administración colonial.
En aquel contexto, un reducido grupo de la población criolla se
formó en la filosofía de la ilustración e impulsó el movimiento
independentista (Bonilla, 1999), introduciendo una noción
restringida de ciudadanía en la transición política de la colonia
a la república.
La primera constitución
de El Salvador, promulgada en 1841, excluyó de la ciudadanía a
todas las mujeres, a la gran mayoría de mestizos, además de la
población indígena, dado que prácticamente limita el derecho de
sufragio sólo a los criollos hombres, cuando define que "son
ciudadanos todos los salvadoreños mayores de veintiún años y que
sean padres de familia o cabeza de casa o que sepan leer y escribir o
que tengan la propiedad que designa la ley".
Cuarenta años
después, la constitución de 1880, año clave en la estructuración
del país como república cafetalera, definía los siguientes
requisitos para ejercer ciudadanía: tener 21 años de edad, saber
leer o escribir o tener un medio de vida independiente, incluyendo
también a aquellos que se hallan alistados en las milicias o en el
ejército de la república, o bien los mayores de 18 años, siempre
que hayan obtenido algún título literario, o que estuviesen casados
(Hernández, 1978). Como se puede comprender, la cantidad de hombres
salvadoreños que cumplían dichos requisitos continuaba siendo
restrictivos, dejando afuera a la mayoría de la población.
Sin embargo, al avanzar
la historia de la república, ocurrió un proceso de paulatina y
progresiva ampliación de la ciudadanía a cada vez más sectores
de población. Para 1929 ya se había alcanzado el voto para todas
las personas de sexo masculino mayores de 18 años, y para 1950 se
llegó al voto universal, incluyendo el voto de las mujeres,
reivindicado desde finales de los años veinte por el movimiento
feminista, con la participación de Prudencia Ayala como líder
destacada.
No obstante, aunque en lo
jurídico formal hacia mediados del siglo XX se amplía la condición
de ciudadanía, ocurre que, simultáneamente, a partir de 1932 se
instaura una dictadura militar que se sucederá hasta 1979, en un
ambiente político caracterizado por el autoritarismo, la represión
y la proclamación formal de la democracia, por lo tanto,
caracterizado por un ejercicio ciudadano muy restringido y
frecuentemente anulado por fraudes electorales, especialmente en la
década de los años setenta, lo cual contribuye al desencadenamiento
de la guerra civil.
En realidad, el siguiente
hito histórico que posibilita la ampliación de las nociones y
prácticas de ciudadanía lo constituyen los acuerdos de paz
alcanzados en 1992. Con realismo, el texto de los acuerdos reconoce
como causas fundamentales de la guerra el cierre de los espacios de
participación política y la circunstancia de que por décadas no
todos los estratos de la población tuvieron acceso a los beneficios
del crecimiento económico. De hecho, los acuerdos de paz se
concibieron como un proceso orientado a promover transformaciones
políticas, económicas y sociales para superar ambas circunstancias,
así como para estimular la reconciliación nacional.
El proceso de negociación
de los acuerdos de paz fue permanentemente acompañado por los
esfuerzos diplomáticos de la comunidad internacional, de manera que
la clausura del conflicto bélico fue concebida como una oportunidad.
De esta manera, hacia el final de la guerra se conjugaron esfuerzos
locales e internacionales que abrieron por primera vez una nueva
situación histórica, a partir de la cual se abrieron condiciones
para promover una transición a la democracia.
La transición a la
democracia en Centroamérica y en El Salvador, más allá reducirse a
una sucesión de procesos electorales relativamente legítimos,
consiste en transformar las tradicionales relaciones de autoritarismo
y cooptación que han caracterizado a los escenarios políticos
locales y nacionales. De ahí la relevancia que tienen los procesos
de inducción y potenciación de la participación ciudadana.
El concepto de
participación ciudadana se refiere a un proceso
mediante el cual las personas que conforman la población de un
estado pueden incidir en la toma de decisiones sobre las acciones que
los gobiernos ejecutan, apoyando activamente la ejecución de esas
acciones y evaluando los resultados, para reorientar el próximo
quehacer.
Existen al menos tres
condiciones indispensables para un exitoso proceso de participación
ciudadana: Una población activamente organizada,
instancias de gobierno conducidas por personas con voluntad y
apertura, y mecanismos institucionales en los cuales los gobernantes
y la población se puedan comunicar constantemente y llegar a
acuerdos.
Referencias:
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