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miércoles, 24 de octubre de 2012

Antecedentes históricos de las nociones y prácticas de ciudadanía

por Rafael Paz Narváez

En El Salvador, la noción de ciudadanía ha tenido un devenir histórico que se manifiesta en la cantidad y proporción de personas a quiénes, de manera paulatina, se atribuyó esa condición y que se apropiaron de la misma.

El proceso parte en 1526, con el enfrentamiento entre las primeras identidades étnicas originales contra la identidad de súbdito de la corona, que era portada por quiénes invadieron como conquistadores y evangelizadores. Tres siglos después, el proceso de transición en la cultura política se reedita entre una identidad de persona vasalla frente a la identidad de ciudadanía.

Las primeras y muy restringidas atribuciones de la calidad de ciudadano salvadoreño, se definieron entre 1821 y 1841, de hecho, excluyendo a la mayoría de la población, que de forma inercial se mantuvo en la condición precedente de vasallaje.

De 1821 a 2006 han corrido 185 años, transcurso en el cual, al menos 6 generaciones de personas salvadoreñas han pasado por un proceso en el que su identidad y su sentido de la convivencia política se ha transformado desde la condición de vasallaje hacia una condición de ciudadanía. No es posible dejar de advertir que los procesos de cambio cultural no suelen transformar los escenarios históricos y políticos de manera repentina, acelerada y homogénea.

Los sectores que conformaban la sociedad colonial tardía, en la que apareció la noción de ciudadanía, incluyeron una población ladina o mestiza, descendiente de las uniones entre población de origen español e indígena, que había llegado, para entonces, a ser el estrato más numeroso (Marroquín, 2000).

De los conquistadores españoles se derivó la población criolla, que se logró posicionar como el sector predominante en el escenario local, pero subordinado a las sucesivas inmigraciones de funcionarios de la corona, responsables de velar por la administración colonial.1 En aquel contexto, un reducido grupo de la población criolla se formó en la filosofía de la ilustración e impulsó el movimiento independentista (Bonilla, 1999), introduciendo una noción restringida de ciudadanía en la transición política de la colonia a la república.

La primera constitución de El Salvador, promulgada en 1841, excluyó de la ciudadanía a todas las mujeres, a la gran mayoría de mestizos, además de la población indígena, dado que prácticamente limita el derecho de sufragio sólo a los criollos hombres, cuando define que "son ciudadanos todos los salvadoreños mayores de veintiún años y que sean padres de familia o cabeza de casa o que sepan leer y escribir o que tengan la propiedad que designa la ley".

Cuarenta años después, la constitución de 1880, año clave en la estructuración del país como república cafetalera, definía los siguientes requisitos para ejercer ciudadanía: tener 21 años de edad, saber leer o escribir o tener un medio de vida independiente, incluyendo también a aquellos que se hallan alistados en las milicias o en el ejército de la república, o bien los mayores de 18 años, siempre que hayan obtenido algún título literario, o que estuviesen casados (Hernández, 1978). Como se puede comprender, la cantidad de hombres salvadoreños que cumplían dichos requisitos continuaba siendo restrictivos, dejando afuera a la mayoría de la población.

Sin embargo, al avanzar la historia de la república, ocurrió un proceso de paulatina y progresiva ampliación de la ciudadanía a cada vez más sectores de población. Para 1929 ya se había alcanzado el voto para todas las personas de sexo masculino mayores de 18 años, y para 1950 se llegó al voto universal, incluyendo el voto de las mujeres, reivindicado desde finales de los años veinte por el movimiento feminista, con la participación de Prudencia Ayala como líder destacada.

No obstante, aunque en lo jurídico formal hacia mediados del siglo XX se amplía la condición de ciudadanía, ocurre que, simultáneamente, a partir de 1932 se instaura una dictadura militar que se sucederá hasta 1979, en un ambiente político caracterizado por el autoritarismo, la represión y la proclamación formal de la democracia, por lo tanto, caracterizado por un ejercicio ciudadano muy restringido y frecuentemente anulado por fraudes electorales, especialmente en la década de los años setenta, lo cual contribuye al desencadenamiento de la guerra civil.

En realidad, el siguiente hito histórico que posibilita la ampliación de las nociones y prácticas de ciudadanía lo constituyen los acuerdos de paz alcanzados en 1992. Con realismo, el texto de los acuerdos reconoce como causas fundamentales de la guerra el cierre de los espacios de participación política y la circunstancia de que por décadas no todos los estratos de la población tuvieron acceso a los beneficios del crecimiento económico. De hecho, los acuerdos de paz se concibieron como un proceso orientado a promover transformaciones políticas, económicas y sociales para superar ambas circunstancias, así como para estimular la reconciliación nacional.

El proceso de negociación de los acuerdos de paz fue permanentemente acompañado por los esfuerzos diplomáticos de la comunidad internacional, de manera que la clausura del conflicto bélico fue concebida como una oportunidad. De esta manera, hacia el final de la guerra se conjugaron esfuerzos locales e internacionales que abrieron por primera vez una nueva situación histórica, a partir de la cual se abrieron condiciones para promover una transición a la democracia.

La transición a la democracia en Centroamérica y en El Salvador, más allá reducirse a una sucesión de procesos electorales relativamente legítimos, consiste en transformar las tradicionales relaciones de autoritarismo y cooptación que han caracterizado a los escenarios políticos locales y nacionales. De ahí la relevancia que tienen los procesos de inducción y potenciación de la participación ciudadana.

El concepto de participación ciudadana se refiere a un proceso mediante el cual las personas que conforman la población de un estado pueden incidir en la toma de decisiones sobre las acciones que los gobiernos ejecutan, apoyando activamente la ejecución de esas acciones y evaluando los resultados, para reorientar el próximo quehacer.

Existen al menos tres condiciones indispensables para un exitoso proceso de participación ciudadana: Una población activamente organizada, instancias de gobierno conducidas por personas con voluntad y apertura, y mecanismos institucionales en los cuales los gobernantes y la población se puedan comunicar constantemente y llegar a acuerdos.
1 Dagoberto Marroquín estima que para 1807, pocos años antes de la independencia, en los municipios que ahora forman El Salvador, la población ladina proporcionaba el 53% del total, en tanto que la indígena llegaba al 43%. Españoles y criollos en conjunto apenas alcanzaban el 2.9%. (en Apreciación sociológica de la independencia salvadoreña). 

Referencias:
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Bonilla, Adolfo, Ideas económicas en la Centroamérica ilustrada: 1793-1838. San Salvador FLACSO . 1999. 371p.
Hernández, Héctor Régimen de partidos políticos en El Salvador. 1930-1975. Guatemala, Editorial INCEP. 1978.
Marroquín. Alejandro Dagoberto. Apreciación sociológica de la independencia salvadoreña. San Salvador, DPI. 2000.
McKinley, Andrés. Participación Ciudadana: Un Reto Para El Nuevo Milenio en Centroamérica, WOLA (Washington Office on Latin America), ENLACE: Política y Derechos Humanos en las Américas sept. 2000 Vol. 9 No. 3
Morales Erlich Antonio y otros 1995; "Políticas de fortalecimiento municipal" en evaluación de la política de descentralización municipal lSAM San Salvador, 1995 pp. 62-140.
Rodríguez, Marcos Desarrollo Local, San Salvador, FUNDE. Documento de Trabajo NC 87, 1997. 35p. Documento de Trabajo Número. 87
PRODERE, Sistematización de la experiencia PRODERE-ELS, en el Municipio de Moncagua, Departamento de San Miguel, El Salvador, PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) PRODERE, 1994. 2 Vol.
Vásquez, Ricardo. 1995. Municipalismo y reordenamiento ambiental del territorio. separata FUNDALEMPA No 6, en Tendencias No 38, marzo 1995, San Salvador, 8 p.